50 k por la ruta menos conocida en Torres del Paine

“Nosotros andamos corriendo y ustedes caminando no más, no es tanto”. El tipo, en ese momento, vio la cara de pocos amigos que le colocamos. En seguida, debe haber visto nuestras mochilas y ahí comprendió que había metido las patas. “Ahaaa, sí, tiene que ser cansador andar con esas tremendas mochilas y las cámaras”, dijo.

La indumentaria y un poco de paisaje, mirando hacia el macizo de Torres del Paine. Foto: Guillermo Salgado

La frase que se mandó no era para felicitarlo. En un contexto normal eso te resbala, pero cuando llevas más de 30 kilómetros, es de noche, con apenas un par de grados sobre cero y con la mitad del cuerpo mojado, eso duele.

En todo caso el enojo se nos pasó rápido. En efecto, ellos eran los protagonistas, los corredores, una “raza especial” de ser humano, por decirlo de alguna manera, que paga por sufrir y ponerse obstáculos tan grandes como correr 50 y 70 kilómetros o incluso 100 millas en medio de algunos de los parajes más hermosos, agrestes e inhóspitos de la tierra.

De eso se trata el Trail Running. Esa mezcla de admiración por la naturaleza, estado físico a todo terreno y altas dosis de locura, lleva a cientos de deportistas a internarse por intrincadas cordilleras, profundas quebradas y heladas lenguas glaciares, compitiendo contra el resto y contra ellos mismos en los alrededores de las Torres del Paine.

¿Cómo se llama el evento? Ultra Fiord. ¿Y yo y mi compañero que hacíamos allí? Éramos parte del equipo de fotógrafos, no sólo encargados de las imágenes de los corredores en el contexto natural de la patagonia, sino que de recorrer a pie la ruta de los 50 K, por eso nuestras voluminosas mochilas y cámaras.

Foto: Alejandro Zoñez V.

Las fotos son sólo una parte del trabajo. Mientras los corredores pasan por tu punto, tú, en los pocos minutos y segundos que los tienes a tiro de cámara, tratas de inmortalizarlos de la mejor manera que puedes.

Pero la otra parte de la faena, consiste en una batalla contigo mismo. En un trayecto como ese, cualquier gramo de peso que lleves se nota. Sólo un lente, puede llegar a pesar más de un kilo, disgusto que hay que aguantar, pues la óptica es uno de los aspectos más importantes de una buena foto.

Y si al equipo fotográfico, le sumamos la ropa, saco de dormir, utensilios varios y algunas cosas para comer, el peso te da la dimensión de esta batalla personal, pero para la cual esta vez no había fotos. Allí arriba, éramos nosotros contra nosotros mismos, nadie más a muchos kilómetros a la redonda que pudiera inmortalizar nuestra propia guerra contra el cansancio, el frío y el dolor de espalda.

Foto: Alejandro Zoñez V.

Sin embargo, eso viene junto al oficio. Quizá nosotros, los fotógrafos, tenemos esa misma dosis de locura que nuestros compañeros deportistas y era una locura con un argumento real: el paisaje. Hacer una ruta como esa, significa deambular por lugares únicos, muy lejos de los circuitos tradicionales. En ese otro mundo sin turistas, ni selfies, se llega a la comprensión de nuestro importante, pero a la vez minúsculo papel en ese todo interconectado que es nuestro planeta.  

Nuestro recorrido por ese universo paralelo, comenzó siguiendo una huella, que parte por la cadena de cerros que flanquea la Estancia Serrano, al lado del serpenteante río del mismo nombre y del complejo hotelero.

¡Ahaaaaa, quien me mandó a hacer esto! Que levante la mano quien no ha pronunciado esta frase, mientras se sufre subiendo con una pesada mochila a cuestas. A nosotros también nos salió del alma, pero esa maldición se fue disipando junto con las nubes, mientras remontábamos la montaña metro tras metro para descubrir nuestro primer premio.

Un profundo ¡ohoooo, la cagó!, sirvió para expresar todo nuestro sentimiento al momento de mirar desde las alturas al inmenso teatro que teníamos a nuestros pies; el Río Serrano como protagonista y al macizo de las Torres del Paine como telón de fondo ¿Qué más se podía pedir?

Me hubiera quedado varios días allí admirando tamaño escenario, pero había que seguir. La ruta enfila luego hacia el sur, encerrada por dos paredes montañosas, que permiten también imaginarse el lecho de un gran lago, que seguramente cubrió esta geografía en la antigüedad.

El final de la meseta nos aguardaba con una intensa bajada, entre el barro y la nieve, donde los corredores tenían que hacer uso de toda su experiencia; subir es cosa de fuerza y perseverancia, pero bajar es cosa de técnica.

Nos cambiaron el paisaje

Un drástico cambio de panorama nos recibió luego de terminar la bajada. Atrás quedaba la nieve y las alturas, ahora el protagonista era el bosque magallánico, con un angosto valle inaugurado por un puesto de asistencia de la misma carrera. Estos puntos son usuales en estas competencias. En ellos, los deportistas pueden hidratarse, comer, estirarse y también conversar sus peripecias.

Nosotros también conversamos las nuestras. Y después de eso, la dormida…con 0 grados, dentro de la carpa, también algo para recordar.

El día siguiente comenzó mucho antes del sol. Había que subir de nuevo para captar a otro grupo de corredores y darse unos lujitos con esos intensos colores del amanecer. No se trataba de fotografiar solo esos típicos tonos anaranjados, sino que de tratar de comprender ese otro planeta que vive en las alturas; porque de verdad es otro planeta.

Después de las 2 o 3 de la tarde de ese día, comenzamos la definitiva bajada hacia la Estancia Perales, nuestro destino. En ese momento no lo sabíamos, pero teníamos 15 horas por delante. Si pudiera extenderme en páginas y páginas, relataría todos esos minutos en que uno piensa que es realmente afortunado.

Una, por vivir, porque de verdad allí realmente se vive en el amplio sentido de la palabra. Y la otra, por realizar un trabajo que te gusta y que amas hacer; los que han experimentado esa plenitud en sus labores sabrán de lo que estoy hablando.


El camino seguía, pero antes que el sol nos dejara, el destino nos regaló dos instantes que recuerdo vívidamente. El primero de esos obsequios, nuestro paso por la “turba”. Esta es una formación vegetal, que se construye capa tras capa, por millones de años, algo así como un pantano, pero mucho más uniforme y aglutinado. La sensación al caminar por la turba es pisar algo blandito y muy húmedo, tanto que de repente te entierras con tus zapatos por varios centímetros.

Un poco después, llegamos hasta un lugar que parecía de cuento. Dos palabras precisas para describirlo serían “inmensamente hermoso”. No hay otra frase adjetiva que pudiera graficar la paz que se sentía al admirar esa pequeña laguna, rodeada por árboles verdes, amarillos y anaranjados. Me quedo corto en palabras; aquí, más vale una foto.

Sigue el relato en la siguiente publicación…