A un costado del mundo y lejos de cualquiera en medio del Estrecho de Magallanes


Estoy viendo las fotos en este mismo instante. De repente, me di cuenta de que no sólo las veía, sino que también las podía sentir cerca, en Magallanes. Con Lucho Espinoza, fotógrafo de gran experiencia, a quien tengo acá enfrente, nos unen las coberturas de carreras trail running en la Patagonia.

Él, varios años antes que yo. El 2006 se integra al equipo de fotógrafos del Patagonian Expedition Race (una de las competencias de resistencia y aventuras más extremas del mundo) y desde entonces, ha estado presente en prácticamente todos los eventos deportivos similares que se realizan.

Aventuras se podrán contar muchas de aquellos años, también, frío, alegrías, esfuerzo y sobre todo camaradería. Y si bien la tarea principal era registrar el paso de los corredores, la grandiosa naturaleza magallánica y esa sensación impregnada del fin del mundo, lo cautivaron.

A esas alturas, Luis Espinoza no era una persona fácil de sorprender con alguna extravagante idea en medio de la naturaleza, pero la invitación que le hizo un amigo, le heló los huesos de sólo pensarlo.

¿Te irías a cuidar unas instalaciones, en una isla en medio del Estrecho de Magallanes, por un mes en pleno invierno?

El Centurión

En Punta Arenas, las cosas suceden rápido; la oportunidad era tomarla o dejarla para siempre. Ya con la decisión a cuestas, otra cosa era transitar hacia ese otro mundo. 25 horas arriba del Centurión no son tanto, si se piensa que se cruza una frontera, donde los rompecabezas son las formas preferidas para graficar multitud de islas, canales, montañas y fiordos.

Allí, donde no debería haber nadie, existe una instalación de avistamiento y estudio científico de ballenas jorobadas, en el corazón del sector donde los cetáceos deambulan a sus anchas y comen hasta rabiar. Las ballenas, llegan al Estrecho en primavera y retornan al trópico al comienzo del otoño, y con ellas también se van los científicos.

Un lunar, administrado en ese entonces por la empresa Whale Sound, habitado por seres humanos durante 6 meses del año y que un humano debía cuidar cuando no era temporada que llegara nadie más. A grandes rasgos, esa era la pega de Lucho, una serie de tareas de mantención de las edificaciones tipo domo, como energizar el complejo unas horas al día, mantener limpio de nieve las pasarelas, entre otros.

Una primera aproximación a la historia de Luis podrían ser algunas preguntas, bien generales ¿En algunas ocasiones de tu vida, has sentido la necesidad de escapar allá lejos? ¿has querido estar sólo durante un tiempo?

Yo creo que Lucho dijo que sí a todo eso. Sin embargo, cuenta la vez en que se dio cuenta de dónde se había metido. “Yo me quedé en el muelle, y vi cómo el barco se llevaba a Germán, mi antecesor ahí, se alejaba y sentí el peso enorme, casi angustioso de saber que estaba en una condición extrema, solo”, recuerda.

“Entonces ¿qué hago? Y recuerdo todas las tareas que tenía y ya empecé a trabajar. Comencé por subir la leña desde el muelle a mi “casa”, ordenar la logística, es decir, no me di el tiempo de pensar en nada que no fuera mi trabajo”.

“Germán me enseñó las rutas hacia los domos, porque hay cinco domos y el domo central, que es la cocina, el dormitorio, la biblioteca. Hacia todos los lugares había pasarelas de madera, para no pisar el suelo, ya que la isla está en medio del Parque Nacional Francisco Coloane”.

Me comenta, que el observatorio estaba a aproximadamente a 300 metros de altura, utilizado por científicos para estudiar y catalogar ballenas. En el trópico se reproducen, pero acá vienen a comer, por la abundancia de Krill que existe para ellas en el Océano Pacífico.

Hay muchos islotes, pero la Isla Carlos III está justo en medio del estrecho, casi como para partirlo. Mientras paleaba nieve, cocinaba, hacía fotos y leía, de repente sentía la necesidad de escuchar algún ruido humano, otras personas o indicio de civilización. Su mundo allí, eran 300 metros por un lado de la costa y 50 por el otro, sumado a las pasarelas, que conectaban los domos con el observatorio de ballenas, al que iba todos los días a ver los barcos que navegaban el Estrecho. “Me sentía menos aislado, increíble, ahora que lo pienso, eso era lo que necesitaba ver”.

Había un radiotransmisor, por el que trató de comunicarse, con escasas oportunidades de éxito. “El transmisor de ellos, estaba en una especie de taller mecánico, en las oficinas de la empresa en Punta Arenas. Al comienzo me contestaron, pero me di cuenta que yo era la última prioridad en los desplazamientos de la gente que estaba ahí, no me pescaban mucho así que dejé de llamar a los pocos días de estar ahí”.

“¡Imagínate que estás en un lugar en donde tienes casi la absoluta seguridad que nadie más ha andado por esas montañas, porque la isla no era un espacio plano, sino que un tremendo cerro, con bosques milenarios!”, me dice, y me reta a que me imagine si él se enfermaba, pasaban al menos 25 horas para que alguien pudiera llegar a ayudarlo; eso siempre que se estableciera la comunicación y el barco estuviera a punto.

Eso refuerza el concepto de estar completamente aislado durante un mes en condiciones ideales, en términos de sobrevivencia, según dice. “No me faltaba nada, pero no tenía contacto alguno y sin la posibilidad de que alguien viniera de un momento a otro a rescatarme o sacarme si algo me sucediera”.

Entonces, el estar solo era la condición para poder hacer ejercicio, correr y gritar o cantar, en el helipuerto de la isla que se utilizaba cuando llegaban científicos o turistas”, explica.

Sin embargo, siempre hay que tener un equilibrio interno, dice, sugiriendo un punto de vista interesante. “Tú tienes que llevarte bien con todos los que te habitan, porque nosotros somos una multitud y depende de lo que tú tengas que hacer o que enfrentar, aflora el que tiene que hablar, sale el valiente o sale el cobarde, todos los que te contienen. Hay distintas facetas, son diferentes individuos que están conectados de alguna forma”, sostiene.

El barquito y la centollla

Le pregunto por cosas que tuvo que hacer y que no sabía. “Nunca antes había hecho pan”.

Tampoco sabía cocinar centollas, pero las devoró por varios días. “Un día, a mediados de mes, atracó al muelle un barquito con dos pescadores que necesitaban cargar agua dulce. Andaban en las faenas de erizos, pero traían una cierta cantidad de centollas que cocinaron para mí solo. Estuve 5 días comiéndolas”, añora.

La nieve en algunas ocasiones, le tapó hasta los accesos. Siempre despertaba a las siete, pero había algo que esta vez no cuadraba. “Qué raro, pensaba, nada en las ventanas, todo era opaco, que mierda pasa. Abro la corredera, y desde una altura me cae nieve, entonces el domo se había tapado con nieve. Eso era un problema, porque yo me comunicaba con los otros lugares por pasarelas, las que ahora estaban todas llenas de nieve; pasé dos o tres días yo me acuerdo haciendo el caminito para poder desplazarme e ir hacia donde estaba el motor, por ejemplo”.

El traspié fue solucionado, pero tiempo después ocurrió algo que no estaba en los planes. “Faltaban como cuatro días para venirme y la cámara murió. Andaba con una sola cámara. El frío, no sé qué pasó, y no disparó más. Entonces yo me dije, pero ¿cómo? ¿No voy a seguir haciendo fotos? Pero entonces pensé, bueno, ya ni siquiera tengo la responsabilidad de hacer fotos. Ahora sí que estoy completamente libre de vagar nomás y de mirar y de mirar. Y fue una situación extraña porque nunca yo había estado sin cámara en un lugar que fuera, digamos, fotografiable. Entonces acepté eso como si nunca hubiese tenido cámara y fue una experiencia extraña. Bonita también porque era mirar las cosas de otra forma”.

Quizá con el afán de no hacerse problema, al final todo se resume en libertad y las condiciones para vivir algo que Lucho llama libertad absoluta, en el sentido de “poder hacer lo que tú quisieras con las condiciones que tenías. Era muy agradable saber que todo eso lo podía observar cuando yo quisiera. No tenía limitaciones para hacer fotos, para caminar, para ir por la costa, observar los lobos y aves. O sea, me daba mucha satisfacción, eso me hacía muy feliz”.

Cuando llegó el día, tuvo que hacer lo mismo que Germán con él un mes atrás; enseñarle a su sucesor dónde se había metido.

Con la llegada del barco que lo debía llevar de vuelta, también comenzó la nostalgia, que nunca lo abandonaría, según dice. Tiempo después, pasó nuevamente por el Estrecho, y frente a la isla, navegó también por su cabeza un pensamiento difícil de disuadir. Nunca más seré dueño y señor de un territorio que apenas conocí por un mes, pero que será mío para siempre, confiesa.

Imágenes e historia: Luis Espinoza, Isla Carlos III, Estrecho de Magallanes

Texto: Alejandro Zoñez Venegas, en colaboración con Luis Espinoza.