En bicicleta hacia el paso Pucón Mahuida

¡Ahaa, 25 km no más!. Esa fue la respuesta que recibí a una pregunta acerca de la distancia que habíamos recorrido en bicicleta. Mi cara de poco amigo debe haber denotado que no eran 25 km así como así.

Laguna El Barco y Volcan Copahue, inicio y destino de nuestra travesía.

En efecto, allí en la playita frente a la Laguna El Barco culminaban los 50 km que habíamos comenzado antes del primer rayo de sol, y que nos tenían esa tarde casi solicitando uno de esos, a estas alturas, ya famosos respiradores artificiales.

Nos habíamos propuesto llegar hasta el hito fronterizo Pucón Mahuida, al interior de la cordillera del gran Alto Biobío. Pero una cosa son las ganas y otra cuando el oponente que tienes que enfrentar es más grande y juega de local.

Mientras las ruedas de tu cleta no pueden más con la piedra volcánica, el trumao, barro, cruce de ríos, estepas y rocas, en ese momento se abandona la técnica, la precisión y la planificación estratégica y se recurre a esa reserva de energía que nunca falla, el corazón.

Con la garra de un equipo de fútbol de tercera, que enfrenta al Real Madrid, seguimos sorteando obstáculos, que en el papel decía 700 metros de desnivel en 25 km, para llegar casi a los 2 mil metros de altura. Bajarse de la cleta, la última, la más odiada y más temida herramienta de los ciclistas de montaña, aquí fue utilizada no sólo para afrontar el terreno, sino que para admirar la majestuosidad del rey y la reina de estas alturas: el Volcán Copahue, el verdadero guardián de la frontera y la Araucaria, la más insigne sobreviviente de la nobleza arbórea nativa de antaño.

Los faldeos del Copahue, esconden varias sorpresas posibles de descubrir con más tiempo. Para los prisioneros del reloj, la ruta sigue hasta que una bajada anuncia la apertura de un amplio valle y un minúsculo punto en medio de la inmensidad. Una casita tipo refugio es el centro de operaciones del único ser humano en estos parajes.

Don Amador, el arriero, es el encargado de custodiar las miles de ovejas que deambulan por las veranadas; si estos animales pudieran demostrar su felicidad, de seguro nadie les quitaría la sonrisa de oreja a oreja con tanto pasto que devorar.

El camino ahora seguía por lo que quizá en tiempos pretéritos fue un lago, encerrado por un murallón al que ahora nos dirigíamos. La línea divisoria de aguas y las más altas cumbres, que marca la frontera entre Chile y Argentina, claramente visible desde el plano, auguraba nuestro premio final;

la llegada al hito fronterizo, los abrazos y las selfies de rigor.Pero antes, debíamos desafiar al infame murallón, desafío que incluía dejar las cletas y seguir enteramente a pie, por una agreste huella que subía en zigzag el último cerro antes de la frontera.

Cada centímetro, cada piedra, era otro minuto más. Las tallas y las risas habían quedado allá abajo junto con las ovejas; ahora no estábamos enfrentando al Real Madrid, sino que a la selección de Brasil, y aunque nos goleaban, seguíamos peleando, con la convicción de que abrazar ese hito fronterizo era lo más importante.

Y al fin, cuando nuestras zapatillas ya chocaban con las piedras, apareció entre medio de los páramos de la alta cordillera, ese tan ansiado punto, que en el mapa, marca el límite entre los dos países. Oxidado, viejo, por años dejado al arbitrio de la nieve y el clima impetuoso de las montañas, pero aún firme, encontramos ese hito, que abrazamos como si fuera un ser humano.

Como realizando una rogativa, deambulamos largo rato por las inmediaciones del dueño de casa, sacándonos fotos, devorando el cocaví y mirando con sorpresa el ir y venir de un arriero del otro lado, entendiendo con ello que la cordillera no es de nadie y a la vez es de todos; así como para nuestros ancestros, allí arriba no hay fronteras y límites.

La última mirada a nuestro hito tardo en llegar. Queríamos seguir siendo sus cómplices otro rato, pero había que volver. En la despedida, quizá por algunos segundos, nos compadecimos de su duro destino, allí en solitario en las alturas seguir siendo vigilante de una frontera imaginaria que sólo existe en el papel y en las mentes de los hombres.