Torres del Paine; 50 k por… 2 parte
Unos pocos minutos después de aquella increíble lagunita, el sol nos dejó. La falta de luz, hace que en el bosque la temperatura baje en un parpadeo. El frío y la llegada de la noche auguraban la parte más dura del camino.

Poco a poco, el paso de los corredores se fue haciendo más distante…hasta que nos quedamos solos largo rato. En seguida, tuvimos que pasar un helado río, donde irremediablemente había que mojarse hasta más arriba de la rodilla.
Ojo con este consejo, en estas latitudes, los bototos calentitos, impermeables, waterproof y con toda la challa, no sirven de nada; aquí, te mojas sí o sí, no hay otra alternativa, por lo que más valen unas buenas zapatillas que se puedan secar rápido, para no andar tres días con los bototos mojados, como me pasó a mí.
En eso estábamos, cuando nos alcanzó un solitario corredor, que nos saludó aliviado y feliz, como si hubiera visto las primeras personas después de un holocausto nuclear. Hacía rato que no se pillaba con algún colega y pensó que se había perdido. Este fue el mismo que ninguneó nuestra travesía, como lo comenté al principio.


Nuestro verborreico amigo pronto rehízo su marcha junto a un par de corredores que nos alcanzaron. Otra vez quedamos solos y desde ese punto, los pasos ya no fueron tan vigorosos. Empezamos a chocar con las piedras y las raíces de los árboles, mientras el agua y el frío causaban estragos en el interior de nuestros zapatos.
Todo se hacía más dificultoso, mientras seguíamos subiendo y bajando quebradas, devorados por esa selva magallánica, donde no se veía el horizonte, ni tampoco las estrellas.



No llegábamos a ninguna parte. No había indicio claro acerca de distancias, ni algún otro detalle. Sin embargo, el camino comenzaba a abrirse. El espeso bosque que nos había engullido varias horas atrás por fin nos soltó, pero solo para hacernos partícipes de otra dificultad, no una, sino que varias a la vez.

Llegamos a una pata de gallina. Este famoso concepto se refiere a que llegas a un punto donde tienes tres o cuatro caminos iguales que parten en distintas direcciones. No sabes cuál elegir.
En ese momento, se abandona la técnica y se deja paso a la intuición. A esas alturas, era lo único que se mantenía seco.



Para mí, la materialización de la intuición fue ver unas Luciérnagas. Sí, los mismos insectos que tienen luces. Convencí a mi compañero de seguir por ahí.
Avanzamos un par de kilómetros en la más absoluta incertidumbre.
Luego, mi amigo, que ya había hecho parte de la ruta en sentido contrario algunos años antes, recordó que ese era el camino correcto. Alivio, un real alivio, porque haber tomado otra de las huellas hubiera significado perderse. Y perderse ahí, en esa geografía, es quizá sinónimo de no volver y no contarlo.
El alivio en todo caso nos duró solo algunos kilómetros más. Algo parecido al dicho en la puerta del horno se quema el pan nos sucedía en ese instante. Nos quedaban poco más de 700 metros. Estábamos al lado de Estancia Perales.

Pero en medio de nosotros y nuestro destino, había un río y no un río cualquiera, sino que uno grande, que había que cruzar sí o sí. Como no había más remedio, nos lanzamos al agua.
Ojalá pudiera recrear la cantidad de garabatos por segundo que salieron de nuestras bocas, cuando nuestros ya empapados cuerpos, se encontraron con esa agua que salía como de un congelador. La sensación fue como si minúsculos cuchillos congelados te atacaran por todas partes.
La lucha contra la corriente y contra esos cuchillos congelados, nos parecía eterna, pero pensábamos en que tenía que terminar alguna vez….y terminó.
Al otro lado, ya se divisaban las luces de la Estancia Perales, un antiguo recinto ganadero reconvertido en turístico, utilizado esa vez como meta para las carreras de 50 y 70 K. No conocíamos a nadie allí, ni nadie nos esperaba con abrazos y pañuelos blancos, pero llegar al fin, era sinónimo de felicidad.

Lo único que queríamos era tomar algo caliente, ojalá una sopita, sentarnos y secarnos, pero cuando abrimos la puerta, nos encontramos con mucha gente. Allí estaban casi todos los corredores que habíamos fotografiado en el camino, más agarrotados y destruidos que nosotros,
por lo que no había donde quedarse. Tampoco había sopita o café. Encontramos olvidados en un mesón grande, un par de esos fideos Maruchan, que comimos con el peligro intrínseco de convertirnos en asiáticos; hacía 4 días que veníamos comiendo eso mismo.

Pero ya nada importaba. El amanecer se divisaba en el horizonte y con él, otro día más cálido que el anterior. Algunos de los huéspedes se comenzaron a levantar y amablemente nos ofrecieron sus literas para que pudiéramos descansar.
No recuerdo haber dormido. Las piernas me tiritaban todavía y no lograba calentar mis pies. Divague todas esas horas pensando en nuestra aventura y también en las imágenes de esos luminosos insectos que se aparecieron justo allí por donde teníamos que ir.
¿Se acuerdan de las Luciérnagas? ¿Fue tan así? La verdad que no. No me quería decir, pero ya entrado el día, mi compañero me confesó que en realidad, al menos físicamente, nunca hubo Luciérnagas.
